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jueves, 2 de junio de 2011

“Un tipo llamado Sócrates”

                    Da risa cuando uno lee la prensa, escucha la radio o ve televisión, no necesariamente en ese orden, y asiste a ese fuego cruzado de declaraciones de políticos, periodistas, tertulianos, echándose en cara si conviene o no esa asignatura, que muchos escolares-bachilleres han descubierto hace poco o que próximamente van a descubrir, llamada “Filosofía y Ciudadanía”, la última transformación nominal de la tradicional “Filosofía” de toda la vida. Y es que el ciudadano de a pie, en general, no está muy contento con la definición de ciudadano que circula por ahí o de los futuros ciudadanos que están por venir. Consumistas y violentos, obsesionados con su derecho pero no con sus obligaciones, los jóvenes ciudadanos dejan que desear y además, les importa un bledo eso del compromiso, la tolerancia y la ciudadanía. Los padres, desbordados miran con avidez y urgencia al ámbito de la educación, a ver qué se puede hacer. Difícil está la cosa. La educación, en si misma, sólo puede hacer una cosa, ilustrar de forma ejemplar, que no es poco. Para esos que no saben qué es un ciudadano, ahí va esta historia entre la leyenda y la fábula moral. Trata de un tipo llamado Sócrates. El bueno de Sócrates, como muchos de nosotros, nació en una familia muy humilde, allá por el siglo V antes de Cristo. Hijo de Fenareta y Sofronisco, matrona y escultor respectivamente, Sócrates no heredó el talento del padre para el arte y realizó distintos trabajos que ocuparon su juventud junto con la formación de un filósofo seguidor del legendario Heráclito, aquel que decía que en la vida todo cambia y nada permanece fijo en su sitio. Estas ideas a Sócrates no le hicieron mucha gracia y defendió justamente lo contrario: hay cosas que permanecen fijas y gracias a ellas la vida es posible, por ejemplo la virtud, el bien y la justicia. En su juventud ya se convenció que ser ciudadano consiste en mantener un compromiso con los demás ciudadanos desde la defensa de lo más justo. Con esta idea tuvo la ocasión de defender a los ciudadanos atenienses en las Guerras del Peloponeso, al menos en tres ofensivas como soldado de infantería ligera, un “hoplita”, soldado que sólo con casco, peto y jabalina se enfrentaba en masa al enemigo del campo de batalla, donde salvó la vida al estratega Alcibíades, desde entonces gran amigo suyo y discípulo. A ver cuantos ciudadanos de hoy están dispuestos a dar la vida por el resto, alguno hay pero no tantos. Atenas, su ciudad, perdió la guerra, lo que la sumergió en varias décadas de problemas políticos y tiranías, después del esplendor de la democracia de Perícles. La ciudad quedaría bajo el mando de un grupo de políticos corruptos y violentos denominado “los Treinta Tiranos”, con el nombre ya está todo dicho. Sócrates, celoso ciudadano comprometido, se enfrentó con los Treinta del mejor modo posible, el político, a través de la dialéctica y el discurso, atacando a los que trataban de imponer sus posturas que desbordaban todo rastro de justicia y bien. ¿Quién sería capaz de enfrentarse a la injusticia y el abuso de los políticos? Sócrates lo hizo. Lógicamente ésto le creo muchos enemigos, sobre todo en una sociedad donde la hipocresía y la doble moral estaban a la orden del día. Sócrates se dedicó a conmover las conciencias de los otros ciudadanos sin compromiso y se inspiró en el oficio de su madre, la comadrona, viéndose así mismo como una “partera” que saca la idea del bien de la cabeza de los demás. Buscaba entre sus conciudadanos a la persona más sabia ya que, humilde e irónicamente,  declaraba que sólo sabía que no sabía nada. El Oráculo de Delfos, a la pregunta ¿Quién es el hombre más sabio? respondió: “Sócrates”. Era un tábano para sus enemigos, una mosca cojonera para los políticos que no cumplen, un amigo para el resto. Finalmente sus enemigos se salieron con la suya y lo juzgaron y condenaron a morir ingiriendo cicuta, un terrible veneno. Aunque tuvo ocasión de escapar no lo hizo para que el ejemplo cundiera ante la injusticia. ¡Qué cunda, qué cunda! Pero qué cunda hoy. Menos queja gratuita y más compromiso socrático es lo que hace falta.Da risa cuando uno lee la prensa, escucha la radio o ve televisión, no necesariamente en ese orden, y asiste a ese fuego cruzado de declaraciones de políticos, periodistas, tertulianos, echándose en cara si conviene o no esa asignatura, que muchos escolares-bachilleres han descubierto hace poco o que próximamente van a descubrir, llamada “Filosofía y Ciudadanía”, la última transformación nominal de la tradicional “Filosofía” de toda la vida. Y es que el ciudadano de a pie, en general, no está muy contento con la definición de ciudadano que circula por ahí o de los futuros ciudadanos que están por venir. Consumistas y violentos, obsesionados con su derecho pero no con sus obligaciones, los jóvenes ciudadanos dejan que desear y además, les importa un bledo eso del compromiso, la tolerancia y la ciudadanía. Los padres, desbordados miran con avidez y urgencia al ámbito de la educación, a ver qué se puede hacer. Difícil está la cosa. La educación, en si misma, sólo puede hacer una cosa, ilustrar de forma ejemplar, que no es poco. Para esos que no saben qué es un ciudadano, ahí va esta historia entre la leyenda y la fábula moral. Trata de un tipo llamado Sócrates. El bueno de Sócrates, como muchos de nosotros, nació en una familia muy humilde, allá por el siglo V antes de Cristo. Hijo de Fenareta y Sofronisco, matrona y escultor respectivamente, Sócrates no heredó el talento del padre para el arte y realizó distintos trabajos que ocuparon su juventud junto con la formación de un filósofo seguidor del legendario Heráclito, aquel que decía que en la vida todo cambia y nada permanece fijo en su sitio. Estas ideas a Sócrates no le hicieron mucha gracia y defendió justamente lo contrario: hay cosas que permanecen fijas y gracias a ellas la vida es posible, por ejemplo la virtud, el bien y la justicia. En su juventud ya se convenció que ser ciudadano consiste en mantener un compromiso con los demás ciudadanos desde la defensa de lo más justo. Con esta idea tuvo la ocasión de defender a los ciudadanos atenienses en las Guerras del Peloponeso, al menos en tres ofensivas como soldado de infantería ligera, un “hoplita”, soldado que sólo con casco, peto y jabalina se enfrentaba en masa al enemigo del campo de batalla, donde salvó la vida al estratega Alcibíades, desde entonces gran amigo suyo y discípulo. A ver cuantos ciudadanos de hoy están dispuestos a dar la vida por el resto, alguno hay pero no tantos. Atenas, su ciudad, perdió la guerra, lo que la sumergió en varias décadas de problemas políticos y tiranías, después del esplendor de la democracia de Perícles. La ciudad quedaría bajo el mando de un grupo de políticos corruptos y violentos denominado “los Treinta Tiranos”, con el nombre ya está todo dicho. Sócrates, celoso ciudadano comprometido, se enfrentó con los Treinta del mejor modo posible, el político, a través de la dialéctica y el discurso, atacando a los que trataban de imponer sus posturas que desbordaban todo rastro de justicia y bien. ¿Quién sería capaz de enfrentarse a la injusticia y el abuso de los políticos? Sócrates lo hizo. Lógicamente ésto le creo muchos enemigos, sobre todo en una sociedad donde la hipocresía y la doble moral estaban a la orden del día. Sócrates se dedicó a conmover las conciencias de los otros ciudadanos sin compromiso y se inspiró en el oficio de su madre, la comadrona, viéndose así mismo como una “partera” que saca la idea del bien de la cabeza de los demás. Buscaba entre sus conciudadanos a la persona más sabia ya que, humilde e irónicamente,  declaraba que sólo sabía que no sabía nada. El Oráculo de Delfos, a la pregunta ¿Quién es el hombre más sabio? respondió: “Sócrates”. Era un tábano para sus enemigos, una mosca cojonera para los políticos que no cumplen, un amigo para el resto. Finalmente sus enemigos se salieron con la suya y lo juzgaron y condenaron a morir ingiriendo cicuta, un terrible veneno. Aunque tuvo ocasión de escapar no lo hizo para que el ejemplo cundiera ante la injusticia. ¡Qué cunda, qué cunda! Pero qué cunda hoy. Menos queja gratuita y más compromiso socrático es lo que hace falta.

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