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jueves, 22 de septiembre de 2011

Heráclito, el oscuro sieso de Éfeso

 
En esta entrada de hoy les traigo la semblanza de un filósofo que fue un sieso y que dio mala prensa al triste colectivo de los filósofos. Huraño, misógino, elitista y narcisista en extremo, Heráclito de Éfeso era ese yerno que ninguna suegra hubiese querido sentado a la mesa de la cena de Pascua. Hijo de Blisón, nació el año de la 69ª Olimpiada (así contaban los griegos los años) en Éfeso, ciudad situada en la costa noroeste de Turquía,. Allí nació una joyita que ya de infante ejercía de niño repelente. En su infancia admitió “no saber nada pero que iba aprendiendo inexorablemente”, sin embargo cuando terminó su formación reconoció “saberlo todo”, siendo autodidacta puro y duro. No iba a necesitar una abuela que lo alabase ante los dioses. Su única obra, Sobre la naturaleza, de la que se conservan fragmentos poco claros,  fue escrita adrede incomprensible para que sólo la entendiesen unos pocos. Esto le costó el mote de “ el oscuro”, no por su tostado tono de piel sino por lo  incomprensible y lo enigmático de sus palabras. Carne de cuplé chirigotero. La doctrina filosófica de Heráclito se resume en estas sentencias, “Todo fluye". Todas las cosas provienen del fuego y en él se resuelven, se hacen según el logos, la razón, y en la tensión de contrarios se ordenan. Todo está lleno de almas y demonios”. Ya ven que tiene cancha interpretativa. Sólo les diré que contempla la realidad como un ente en continuo cambio y sólo podemos conocerla gracias al uso del logos o razón. Lo demás todavía hoy en día lo discuten los especialistas.
Debido a su carácter misógino y misántropo, elitista y aristocrático, estaba convencido de que la gente apestaba y que todos somos ignorantes que no merecemos oportunidad alguna. Haciendo amigos. Nadie escapaba de la crítica, sino vean la opinión que tenía del padre de la cultura occidental,  “Homero es digno de ser echado de los certámenes y ser abofeteado”. Tampoco triunfó con la sutileza que exige la vida política, sobretodo cuando admitía que “todos mis conciudadanos efesios deberían morir y los niños ser expulsados de la ciudad” o “prefiero jugar a los dados que gobernar la república con vosotros”. No era un hombre popular aunque tampoco fomentó lo contrario, preguntado “¿Por qué calláis, Heráclito?” éste respondió “Porque vosotros habláis”. Rehusó la invitación del rey Darío de Persia diciéndole que “no le acomodaba” la vida cortesana que le ofrecía. Chúpate esa. Demetrio en su obra "Colombroños" (el nombrecito tiene guasa) asegura que no quiso viajar a Atenas debido a la alta opinión que de sí mismo tenía.
            Fastidiado de los hombres, se retiró a los montes y vivió manteniéndose de hierbas, pero afectado de hidropesía (retención de líquidos) regresó a la ciudad donde preguntó enigmáticamente a los médicos “si podrían de la lluvia hacer sequía” pero no entendieron su demanda. Finalmente se fue a vivir a un estercolero convencido, si era cubierto de heces de vaca, de que el calor del estiércol le absorbería las humedades. No fue así y murió al día siguiente, ya ven,  en la contradicción del convencimiento de que el logos era seco mientras que  él estaba hasta las trancas de humores... y estiércol.
Aún así no ha sido el filósofo más odiado. Después de todo sus ideas han servido de base para el progreso del hombre y así se ha reconocido. No obstante Sócrates, siempre irónico y elegante en la crítica dijo de su obra que “es necesario de un nadador delio para no ahogarse en ella”. Como para meterse en el agua.

Perrunos

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El término “cínico” es un vocablo que se usa para designar aquella persona de dudosa posición, que dice digo donde quiso decir diego y además de jacta con sorna de una situación que no resulta cómoda para su interlocutor. Hoy por hoy el cínico es un individuo poco popular. Para qué engañarnos, es el típico tío que camina por la calle pensado que dispone de licencia para pisar el cuello de los demás.
Sin embargo los filósofos cínicos son otra cosa. El término “cínico” viene del griego “Cynikós”, que significa “perruno” o las cualidades de la condición de ser perro. Los más académicos dicen que estos filósofos se reunían en el gimnasio de “Cynosarges” o del “perro blanco”. Y como es habitual para los lectores de esta sección, ustedes se estarán preguntando ¿qué tiene que ver la perrunez con la filosofía? Pues mucho. Es el historiador Carlos García Cual el que ha llamado por su nombre a este nutrido y peculiar conjunto de filósofos griegos que vivieron, en su mayoría, allá por los años en los que Alejandro Magno hacía temblar al mundo. Su nombre, la “Secta del perro”. Fueron, sin lugar a dudas, los primeros “hippies” de la historia. Para que vean que ya está todo inventado. El pensador cínico no llevaba una vida encadenada a las posesiones materiales, al contrario confiaba en lo que da la tierra, no tenía ni poseía objetos, no usaba dinero, mendigaba el favor de los conciudadanos, criticaba todo estilo de vida que conllevase no disfrutar de los dones que da la naturaleza y que la vida diaria y estresante nos arrebata, tales como un amanecer o un atardecer (espectáculos diarios a los que casi nadie asiste) el olor de las flores y del resto de la naturaleza (encorsetado en un universo de desodorantes y colonias), pasear con tranquilidad y perderse rumbo a ninguna parte (ajenos a esa obsesión tan nuestra de llegar cuanto antes no se sabe bien por qué), en fin, aceptar la vida conforme a la naturaleza, despreciando las normas sociales establecidas con el optimismo y la indiferencia crítica que tienen los perros.
Como podemos ver, ir contra lo establecido ha sido casi una constante en la historia de la humanidad y el primer filósofo que adoptó esta posición del modo más llamativo y divertido fue Diógenes de Sínope o el cínico. Este peculiar personaje iba contracorriente en todos los sentidos como lo refleja sus anécdotas cada cual más divertida; jamás tuvo posesión alguna y trató siempre de hacer comprender a los demás de la inutilidad de estar amarrado a los objetos. No tenía casa, vivía de aquí para allá, refugiándose de las inclemencias del tiempo cuando no eran soportables pero, por ejemplo, aprovechando la lluvia para mejorar su higiene personal cuando otros corrían a resguardarse. Solía reflexionar en el interior de un tonel que, dicho sea de paso, nunca consideró de su propiedad, tal es así que cuando el tiempo y la circunstancia lo destruyó, ni se desanimó ni lo lamentó, ahora que tampoco buscó otro. Cuentan los cronistas que disponía de una sencilla toga como única y exclusiva prenda de vestuario; un día al entrar en un baño público la dejó colgada en la entrada, con toda la suciedad y los piojos imaginables. Pues bien, un filósofo rival suyo, Calicles, se la cambió por una rica toga con bordados de oro. Cuando Diógenes salió del baño y no encontró el trozo de trapo que le servía para cubrir su desnudez, ni que decir tiene que se fue desnudo a la calle. También cuentan de que disponía de un cuenco de madera para comer el alimento que los ciudadanos le daban cuando mendigaba, pero cuando vio como un niño usaba la palma de su mano para beber, decidió tirarlo. Incluso cuenta la leyenda que Alejandro Magno fue a visitarlo para conocer al famoso filósofo que, en esa ocasión, estaba tomando el sol. “¿qué es lo que quieres, Diógenes?, el hombre más poderoso de la tierra te concederá lo que le pidas”, le dijo Alejandro al filósofo. “Pues apártate que me estás tapando el Sol”. Como pueden ver otro mundo es posible desde la filosofía, incluso hacer ver al más pintado que todos estamos hechos del mismo lodo perruno.


viernes, 16 de septiembre de 2011

Pitágoras y la secta de los números


Después de varias semblanzas filosóficas y anécdotas biográficas de esos personajillos, llenos de energía vital, que son los filósofos, entre ellos en artículos anteriores, Parménides de Elea, Heráclito de Éfeso o Diógenes de Cnido, hoy dedicamos estas líneas a la secta del número y a su fundador, Pitágoras de Samos. La primera vez que tuve contacto con Pitágoras fue, al igual que les ha ocurrido a ustedes, en mi época escolar, un territorio idealizado y mágico en la memoria. Cuando los niños apreciaban la escuela y respetaban a los profesores, cosa rarísima hoy, todo el conocimiento transmitido tenía resonancias míticas y misteriosas. Uno de esos conocimientos arcanos era el teorema de Pitágoras. Yo imaginaba al bueno de Pitágoras como un sano y maduro griego barbado, encerrado en una estancia a la luz de un candil de aceite de oliva, rodeado de legajos y papiros llenos de signos matemáticos. Con el tiempo descubrí que Pitágoras tal vez ni existió. No existe testimonio escrito del Pitágoras histórico, por lo que tiene todos los tintes de ser un personaje legendario que si tal vez no existiera, si es posible que tras su nombre se escondieran dos o varios filósofos y matemáticos de su tiempo. Nació y vivió en la isla de Samos, el mismo misterioso enclave que sirvió de inspiración para que San Juan Evangelista redactase durante un delirio extático el Apocalipsis o libro de las Revelaciones. Samos es una isla que inspira sin duda a eso de la filosofía y el misticismo. Lo que si está históricamente demostrado es que alguien, ese Pitágoras legendario, fundó una escuela filosófica que estaba rígidamente dirigida por unas reglas o disciplinas muy parecidas a las que siguen los frailes. Sus discípulos, los pitagóricos, integrantes, e intrigantes, de la secta de los números, si fueron muy conocidos. Los que ingresaban en la secta pitagórica renunciaban a sus familias y a sus posesiones, iniciando una nueva vida representada en el simbólico ritual del “Taurobolium”, donde el iniciado era desnudado y bañado en la sangre de un toro degollado, simulando el momento del parto. Vestían túnicas blancas que los distinguían del resto, severos vegetarianos, tenían voto de castidad y silencio y juraban por el “tetractis”, una formulación de la divinidad de los números.  La secta de los números no tenían exclusivamente una intención contemplativa y religiosa; los pitagóricos defendían particulares proyectos políticos con los que trataban de desbancar a los tiranos de las ciudades-estado griegas para dirigir ellos la sociedad desde unos patrones muy utópicos. Ni que decir tiene que eso no les convertía en personajes populares en el campo de la política, por lo que fueron perseguidos. Los pitagóricos habían tomado prestadas muchas creencias religiosas procedentes de la primitiva religión griega llamada “orfismo”, entre ellas la creencia irracional de la inmortalidad del alma y la posibilidad de la reencarnación.  Los seguidores de Pitágoras estaban convencidos de que la esencia del mundo real son los números, entes matemáticos, abstractos, perfectos, base de todo lo existente y por lo tanto poseedores de cualidades divinas dignas de la adoración religiosa. Creencias místicas aparte, la intuición numérica de los pitagóricos es perfectamente asimilable en nuestra realidad ¿no se preguntan hasta que punto los números participan en nuestra vida? ¿no estamos determinados por una talla y peso numéricos? ¿y nuestra ropa, no sigue un canon numérico? Todo es nuestro mundo digital siguen el patrón de los ceros y los unos, el índice de coeficiente de inteligencia se mide en números al igual que las calificaciones de los niños en los colegios, el DNI, el número de la seguridad social. La ciencia, además de su dimensión práctica, siempre desemboca en un ejercicio de matemática. Física, química, economía, administración, todo es número y todo depende de ellos. Se atribuye a Pitágoras la sentencia “la ciencia de los números y la fuerza de la voluntad abren todas las puertas del Universo”. Nadie sabe a ciencia cierta cómo murió Pitágoras. Se dice que murió de repente sobre un bancal de habas, legumbre que los pitagóricos consideraban impura, pero otras versiones dicen que murió tras sufrir una plaga de piojos que terminaron por devorarlo. Quién sabe, tal vez se detuvo a contarlos y se entretuvo en calcularlos.