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lunes, 27 de junio de 2011

“Famosas últimas palabras: la muerte y los filósofos”

                  El filósofo siempre han sido considerado como un individuo peculiar y exótico, ejemplo de personaje curioso que aunque parezca que “está en las nubes”, se atreve con valentía a pensar en aquello en lo que los demás no reparan. Mucho sabemos de la vida de los filósofos, pero...¿cuántos de ustedes, amigos lectores, conocen detalles sobre sus muertes? Dado que estamos en el mes de los difuntos, noviembre, tan donjuanesco, tan romántico y, por definición, tan siniestro, les invito a que se adentren en el sinuoso mundo de la muerte de los filósofos, famosos personajes que igual que vivieron con plenitud, tuvieron una muerte peculiar. Tales de Mileto, considerado el padre de la filosofía y por ende el primer filósofo, también fue el primer filósofo difunto digno de mención. Ya muy anciano y tras disfrutar la gloria de su fama como sabio, Tales acudió como espectador a ver una competición deportiva según la costumbre olímpica. El estadio deportivo estaba repleto de público que, al sol, jaleaba a los saltadores, corredores y púgiles. No se sabe si por el pesado sol veraniego, la agobiante multitud y la inevitable decrepitud de la vejez, el caso es que Tales la palmó en silencio, sentado entre vociferantes ciudadanos. Acabada la competición y desalojado el recinto, un esclavo reparó en el cuerpo sin vida del anciano que permanecía sentado aun presa de un sueño eterno. La lista de peculiares defunciones ha continuado a lo largo de la historia. El presocrático Empédocles, al que se le subió a la cabeza su presunta capacidad sobrenatural para resucitar cadáveres, se arrojó al interior del volcán Etna para probar al resto de ciudadanos de Acragante su condición inmortal. Ni que decir tiene que tras tirarse dentro, no volvería a salir. Cuenta la leyenda que un filósofo tan improbable y singular como Pitágoras estaba convencido de la realidad de la reencarnación, la vuelta a la vida en un cuerpo distinto al del fallecido. Si has sido bueno, explicaba, tu nuevo cuerpo sería mejor, si has sido malo terminarás en algún ser impuro y detestable...¡como las habas! ¿adivinan donde murió? Si, sobre un cesto de habas. No obstante algunos cronistas apuestan que murió devorado por una plaga de piojos. Sólo leerlo ya pica. El archifamoso Sócrates, asumiendo la condena a muerte por diversas acusaciones, ingirió una copa de cicuta pero que conste que lo hizo después de rechazar la clemencia del tribunal en forma de multa administrativa, un carcelero sobornado y casualmente dormido mientras esperaba la ejecución y la puerta de su celda abierta por sus seguidores para provocar su huída. Ni caso, al hoyo, el más sabio de los hombres, como lo llamara el oráculo de Delfos, no se sabía esa de “Más vale que digan aquí corrió que aquí lo mataron” . Séneca, el filósofo estoico cordobés, residente en la Roma imperial, se vio obligado a cortarse la venas tras ser acusado de conspiración, muerte muy común en la caprichosa tiranía imperial romana, siguiendo las órdenes del orondo emperador Nerón, heredero peculiar de una genealogía de psicópatas. Vaya corte. El bueno, por su condición religiosa de fraile, condición necesaria pero no suficiente, de Giordano Bruno murió quemado en la hoguera. ¿Su pecado? Admitir como ciertas las ideas del polaco Copérnico y la existencia de vida en otros planetas ¡Hay si el difunto Dr. Carl Sagan levantara la cabeza! Descartes, filósofo francés, padre del racionalismo y contemporáneo de gigantes intelectuales como Galileo, fue invitado al reino de Suecia para instruir a la reina Cristina. La eximia obligaba a un Descartes que ya contaba 51 años a levantarse a las 4 de la mañana para darle clases de metafísica y matemáticas. De aquellos madrugones gélidos el gabacho cogió una pulmonía que no tardaría en llevárselo para el otro barrio. Nunca fue bueno levantarse temprano, ya ven. Walter Benjamin murió perseguido por las inspiradas autoridades franquistas que admitieron a curso la denuncia de busca y captura que emitiera el gobierno nazi de Hitler. Para algunos ahí reside la importancia de llamarse Adolfo. Ya ven que el oficio de filósofo es poco recomendable. Como diría el filósofo existencialista Jean Paul Sartre “...tal vez el único sentido de la vida sea la muerte”. Y se murió.

martes, 7 de junio de 2011

“Vida de Wittgenstein”


              Como les prometí en uno de los últimos artículos publicado en este blog, donde les conté detalles y anécdotas del “Tractatus Logicus-Philosophicus”, una de las más importantes obras del pensamiento del siglo XX, vamos a narrarles brevemente la vida de su autor, un filósofo atormentado y puñetero, sufridor al máximo y “tío raro” donde los haya, se trata de Wittgenstein. Ludwig Josef Johann (Luís José Juan) Wittgenstein, lo llamaremos “Witt” para abreviar, nacido en 1889, fue el menor de ocho hermanos. Su padre, austriaco de ascendencia judía y carácter complicado e irascible, se convirtió al protestantismo. El padre de Witt, Karl, fue el hombre más rico de su tiempo, mediados del siglo XIX, ya que era el magnate de la industria del hierro y el acero de Centro Europa. Con una inmensa fortuna familiar, Karl trató a sus hijos de forma severa, les obligó a estudiar ingeniería y a llevar una vida austera a pesar de la pasta. Algo bueno. El padre de Witt se convertiría en el mecenas de los artistas austriacos, por lo que era muy habitual ver en los salones de su mansión a pintores como Klimt o a músicos como Brahms o Mahler, personalidades que influenciarían en el carácter de Witt, sobre todo en la apreciación de la música como arte. Niño prodigio y de una increíble habilidad manual, compartió patio de escuela con Adolf Hitler, que tenía casi su misma edad. Estudió ingeniería en Manchester, Gran Bretaña, hasta la muerte de su padre y de la obligación impuesta, dedicándose a lo que realmente le gustaba, la filosofía lógica y el pensamiento ético. Para ello se puso en contacto con el genial lógico alemán Gottlob Frege, que lo animaría a estudiar en Cambridge con Bertrand Russell, conocida autoridad del pensamiento lógico mundial que trataba de fundamentar las matemáticas desde la lógica, para que ustedes lo entiendan ¿qué fue primero, las matemáticas o la lógica? Pues la lógica.
Como todo genio, Witt era raro, raro, raro y en Cambridge chocó con toda la rígida disciplina de profesores. Caminaba a medianoche, apenas dormía, farfullaba constantemente y dejaba petrificados a propios y extraños con sus controvertidas opiniones, procuraba estar siempre a oscuras y admitía que hablar con personas inteligentes “prostituía su pensamiento”. Pero un genio es un genio y Bertrand Russell no habría completado su obra a no ser por las aportaciones de Witt, por lo que se le propuso la redacción de una tesis doctoral como condición para darle una cátedra. Se negó, como no podía ser de otra forma, dejó la universidad y se alistó en el ejercito alemán como artillero voluntario. La Primera Guerra Mundial dejó en su carácter una huella imborrable, admitiendo de antemano la derrota y la experiencia traumática de la muerte. Condecorado al valor demostrado en el campo de batalla, fue hecho prisionero. Su influyente familia consiguió su liberación pero él renunció a ese privilegio, solicitando el traslado a una unidad médica que combatía una epidemia de fiebre tifoidea. Finalmente fue repatriado y regresó a Cambridge, donde publicó su conocido “Tractatus”, escrita en el mismo campo de batalla, obra genial que le dio empleo como profesor de universidad. Pero esa vida apenas la soportó durante cuatro años y se marchó de los ambientes selectos y aristocráticos para hacerse maestro de escuela rural y ayudar a los agricultores reparando maquinaria pesada para las cosechas. Tras la experiencia pastoril volvería a Cambridge. La gente rica siempre lo tildó de excéntrico ya que siempre fue rechazada por Witt. Quizás fuese el primer pensador “antisistema”, mientras sus colegas paseaban con almidonados cuellos encorbatados, Witt lucía una camisa sin corbata, cuello abierto, un desafiante aspecto estético. Homosexual reprimido, se casó con una joven vienesa que confesó en sus memorias que Witt dedicaba las noches a rezar, atormentado por su condición, naturalmente se divorciarían. Una vez fuera del armario, valentía incuestionable en esos años de entreguerras, se enamoraría consecutivamente de dos de sus alumnos de Cambridge. El primero, muerto de la polio en 1941, fue una tremenda pérdida para Witt. Desengañado definitivamente del academicismo, se marchó cual “probe Migué” a una cabaña en la costa irlandesa hasta el fin de sus días. Un genio, intrépido pensador, fue el auténtico doctor House de la filosofía. Cuentan que un estudiante le dijo: “Dr. Wittgenstein, no tengo ni idea sobre el tema de mi tesis doctoral, estoy muy confuso”, a lo que Witt respondió: “Sólo por eso debieran de darte la cátedra”.

domingo, 5 de junio de 2011

“Parménides y el Ser”

                 Hoy voy a regalarles una bonita anécdota existencial y un extravagante juego de palabras para comerse el coco, tan extraño y fascinante éste último que nunca más, tras leerlo, volverán a ser los mismos. Hace muchos, muchos siglos, vivió en la península Itálica, en la ciudad de Elea, un griego llamado Parménides. De semblante serio, mirada adusta y egregia y paternal barba blanca, Parménides paseaba a menudo seguido de sus discípulos que, sedientos del conocimiento y la ciencia que les ofertaba el maestro, trataban en vano de descifrar uno de los primeros y más grandes descubrimientos de la filosofía, una inescrutable verdad, que en forma de acertijo escrito en verso, traería de cabeza a todos los pensadores posteriores de la historia. Entre cerrando los ojos y ante el silencio del alumnado presente, Parménides sentenciaba, como poseído por una verdad divina ajena a él, “El Ser es y el no ser, no es”. Ahí es nada (Mal dicho, por cierto. Ya lo entenderán más adelante). Bien leído, es decir, leído con detenimiento y digerido o reflexionado, la sentencia de Parménides de Elea le parece, a más de un ciudadano, una de esas verdades de Perogrullo. ¡Hombre, claro! ¿Cómo es posible que no sea el Ser, si el Ser, de por sí mismo “es”? ¡Es imposible que “no sea”! Eso le corresponde al No-Ser. Lejos de darle la fama a Perogrullo, Parménides manifestó, por primera vez en la historia no sólo una de las principales leyes de la lógica (El Principio de Identidad, donde se declara que A es igual a A y que es distinto, irreconciliablemente de No-A, las cosas claras, por favor), y no sólo eso, sino que realizaba una declaración de principios sobre el conocimiento humano. Para entender cualquier cosa, sólo la razón es la herramienta útil. Los sentidos, engañosos de por sí, no solucionan los problemas interiores del pensamiento. Entender es un problema que necesariamente se soluciona con pensar, por eso, “El Ser y el Pensar” son lo mismo, añadía Parménides para cerrar el enigma filosófico. Tal enigma no es tan extraordinario. El Ser o la “existencia”, si lo prefieren, sólo adquiere sentido dentro del campo del pensar ¿Quién sino proporciona una explicación satisfactoria a las preguntas que ustedes se realizan, tales como el sentido de sus vidas, el por qué de su existencia, a dónde va a parar el alma tras la muerte? Pues el pensar. Así que una cosa lleva la otra. Esto lo entiende cualquiera, tal es así que en una ocasión conocí a un taxista que me lo demostró, durante una conversación en su taxi, al más estilo parmenídeo. Desde aquí un abrazo a Manolo, el entrañable taxista onubense que, poeta en sus ratos libres entre carrera y carrera o parada y parada, escribió un poema que conservo con cariño, titulado “Del Ser es el ser y del No Ser la nada”. Cuando el locuaz taxista conoció mi condición filosófica, le faltó tiempo, detenidos en un semáforo en rojo, para sacar su maltrecho portafolio y leerme como si estuviésemos en una de aquellas tertulias poéticas que montaba María Zambrano, la filósofa-poeta, en su casa de Málaga. “Del Ser es el ser y del No-Ser es la nada, o más bien hablar del No-Ser y Nada es lo mismo, más aún, ¡No se puede! ¿Pero cómo quiere hablar usted de algo que no existe? ¿Estamos locos o qué? El buen taxista, ajeno al mundo de la filosofía profesional (benditos amateurs), se sintió fastidiado cuando le conté que su original poema ya tenía precedentes clásico. De cualquier forma se sintió satisfecho de haber llegado por sus propios medios hasta la verdad de un griego del siglo VI antes de Cristo. Jueguen al acertijo de Parménides y sean participes del pensamiento, que nunca está de más, déjense invadir por la trascendencia y asuman que su existencia y su pensamiento son uno. Encontrarán el sentido de sus vidas.

jueves, 2 de junio de 2011

“Un tipo llamado Sócrates”

                    Da risa cuando uno lee la prensa, escucha la radio o ve televisión, no necesariamente en ese orden, y asiste a ese fuego cruzado de declaraciones de políticos, periodistas, tertulianos, echándose en cara si conviene o no esa asignatura, que muchos escolares-bachilleres han descubierto hace poco o que próximamente van a descubrir, llamada “Filosofía y Ciudadanía”, la última transformación nominal de la tradicional “Filosofía” de toda la vida. Y es que el ciudadano de a pie, en general, no está muy contento con la definición de ciudadano que circula por ahí o de los futuros ciudadanos que están por venir. Consumistas y violentos, obsesionados con su derecho pero no con sus obligaciones, los jóvenes ciudadanos dejan que desear y además, les importa un bledo eso del compromiso, la tolerancia y la ciudadanía. Los padres, desbordados miran con avidez y urgencia al ámbito de la educación, a ver qué se puede hacer. Difícil está la cosa. La educación, en si misma, sólo puede hacer una cosa, ilustrar de forma ejemplar, que no es poco. Para esos que no saben qué es un ciudadano, ahí va esta historia entre la leyenda y la fábula moral. Trata de un tipo llamado Sócrates. El bueno de Sócrates, como muchos de nosotros, nació en una familia muy humilde, allá por el siglo V antes de Cristo. Hijo de Fenareta y Sofronisco, matrona y escultor respectivamente, Sócrates no heredó el talento del padre para el arte y realizó distintos trabajos que ocuparon su juventud junto con la formación de un filósofo seguidor del legendario Heráclito, aquel que decía que en la vida todo cambia y nada permanece fijo en su sitio. Estas ideas a Sócrates no le hicieron mucha gracia y defendió justamente lo contrario: hay cosas que permanecen fijas y gracias a ellas la vida es posible, por ejemplo la virtud, el bien y la justicia. En su juventud ya se convenció que ser ciudadano consiste en mantener un compromiso con los demás ciudadanos desde la defensa de lo más justo. Con esta idea tuvo la ocasión de defender a los ciudadanos atenienses en las Guerras del Peloponeso, al menos en tres ofensivas como soldado de infantería ligera, un “hoplita”, soldado que sólo con casco, peto y jabalina se enfrentaba en masa al enemigo del campo de batalla, donde salvó la vida al estratega Alcibíades, desde entonces gran amigo suyo y discípulo. A ver cuantos ciudadanos de hoy están dispuestos a dar la vida por el resto, alguno hay pero no tantos. Atenas, su ciudad, perdió la guerra, lo que la sumergió en varias décadas de problemas políticos y tiranías, después del esplendor de la democracia de Perícles. La ciudad quedaría bajo el mando de un grupo de políticos corruptos y violentos denominado “los Treinta Tiranos”, con el nombre ya está todo dicho. Sócrates, celoso ciudadano comprometido, se enfrentó con los Treinta del mejor modo posible, el político, a través de la dialéctica y el discurso, atacando a los que trataban de imponer sus posturas que desbordaban todo rastro de justicia y bien. ¿Quién sería capaz de enfrentarse a la injusticia y el abuso de los políticos? Sócrates lo hizo. Lógicamente ésto le creo muchos enemigos, sobre todo en una sociedad donde la hipocresía y la doble moral estaban a la orden del día. Sócrates se dedicó a conmover las conciencias de los otros ciudadanos sin compromiso y se inspiró en el oficio de su madre, la comadrona, viéndose así mismo como una “partera” que saca la idea del bien de la cabeza de los demás. Buscaba entre sus conciudadanos a la persona más sabia ya que, humilde e irónicamente,  declaraba que sólo sabía que no sabía nada. El Oráculo de Delfos, a la pregunta ¿Quién es el hombre más sabio? respondió: “Sócrates”. Era un tábano para sus enemigos, una mosca cojonera para los políticos que no cumplen, un amigo para el resto. Finalmente sus enemigos se salieron con la suya y lo juzgaron y condenaron a morir ingiriendo cicuta, un terrible veneno. Aunque tuvo ocasión de escapar no lo hizo para que el ejemplo cundiera ante la injusticia. ¡Qué cunda, qué cunda! Pero qué cunda hoy. Menos queja gratuita y más compromiso socrático es lo que hace falta.Da risa cuando uno lee la prensa, escucha la radio o ve televisión, no necesariamente en ese orden, y asiste a ese fuego cruzado de declaraciones de políticos, periodistas, tertulianos, echándose en cara si conviene o no esa asignatura, que muchos escolares-bachilleres han descubierto hace poco o que próximamente van a descubrir, llamada “Filosofía y Ciudadanía”, la última transformación nominal de la tradicional “Filosofía” de toda la vida. Y es que el ciudadano de a pie, en general, no está muy contento con la definición de ciudadano que circula por ahí o de los futuros ciudadanos que están por venir. Consumistas y violentos, obsesionados con su derecho pero no con sus obligaciones, los jóvenes ciudadanos dejan que desear y además, les importa un bledo eso del compromiso, la tolerancia y la ciudadanía. Los padres, desbordados miran con avidez y urgencia al ámbito de la educación, a ver qué se puede hacer. Difícil está la cosa. La educación, en si misma, sólo puede hacer una cosa, ilustrar de forma ejemplar, que no es poco. Para esos que no saben qué es un ciudadano, ahí va esta historia entre la leyenda y la fábula moral. Trata de un tipo llamado Sócrates. El bueno de Sócrates, como muchos de nosotros, nació en una familia muy humilde, allá por el siglo V antes de Cristo. Hijo de Fenareta y Sofronisco, matrona y escultor respectivamente, Sócrates no heredó el talento del padre para el arte y realizó distintos trabajos que ocuparon su juventud junto con la formación de un filósofo seguidor del legendario Heráclito, aquel que decía que en la vida todo cambia y nada permanece fijo en su sitio. Estas ideas a Sócrates no le hicieron mucha gracia y defendió justamente lo contrario: hay cosas que permanecen fijas y gracias a ellas la vida es posible, por ejemplo la virtud, el bien y la justicia. En su juventud ya se convenció que ser ciudadano consiste en mantener un compromiso con los demás ciudadanos desde la defensa de lo más justo. Con esta idea tuvo la ocasión de defender a los ciudadanos atenienses en las Guerras del Peloponeso, al menos en tres ofensivas como soldado de infantería ligera, un “hoplita”, soldado que sólo con casco, peto y jabalina se enfrentaba en masa al enemigo del campo de batalla, donde salvó la vida al estratega Alcibíades, desde entonces gran amigo suyo y discípulo. A ver cuantos ciudadanos de hoy están dispuestos a dar la vida por el resto, alguno hay pero no tantos. Atenas, su ciudad, perdió la guerra, lo que la sumergió en varias décadas de problemas políticos y tiranías, después del esplendor de la democracia de Perícles. La ciudad quedaría bajo el mando de un grupo de políticos corruptos y violentos denominado “los Treinta Tiranos”, con el nombre ya está todo dicho. Sócrates, celoso ciudadano comprometido, se enfrentó con los Treinta del mejor modo posible, el político, a través de la dialéctica y el discurso, atacando a los que trataban de imponer sus posturas que desbordaban todo rastro de justicia y bien. ¿Quién sería capaz de enfrentarse a la injusticia y el abuso de los políticos? Sócrates lo hizo. Lógicamente ésto le creo muchos enemigos, sobre todo en una sociedad donde la hipocresía y la doble moral estaban a la orden del día. Sócrates se dedicó a conmover las conciencias de los otros ciudadanos sin compromiso y se inspiró en el oficio de su madre, la comadrona, viéndose así mismo como una “partera” que saca la idea del bien de la cabeza de los demás. Buscaba entre sus conciudadanos a la persona más sabia ya que, humilde e irónicamente,  declaraba que sólo sabía que no sabía nada. El Oráculo de Delfos, a la pregunta ¿Quién es el hombre más sabio? respondió: “Sócrates”. Era un tábano para sus enemigos, una mosca cojonera para los políticos que no cumplen, un amigo para el resto. Finalmente sus enemigos se salieron con la suya y lo juzgaron y condenaron a morir ingiriendo cicuta, un terrible veneno. Aunque tuvo ocasión de escapar no lo hizo para que el ejemplo cundiera ante la injusticia. ¡Qué cunda, qué cunda! Pero qué cunda hoy. Menos queja gratuita y más compromiso socrático es lo que hace falta.